UNIVERSITARIOS MINEROS EN RODALQUILAR [1]
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Publicado en el diario ARRIBA de Madrid. Julio 1951
Fui a verlo
porque era algo sin propaganda y sin reclamo, algo sin organización, un gesto
espontaneo y sencillo que por ello mismo indicaba una preocupación honda que se
abre paso en minorías universitarias. Un estudiante de Derecho, uno de Medicina
y un pretendiente a Ingeniero, recién terminados sus exámenes, habían marchado
a las minas de Rodalquilar, pidiendo trabajo entre los mineros. La cosa no
tenía en si más importancia, pero por eso fui. Fui a hablar con los mineros y a
hablar con ellos, a medir y pulsar la autenticidad de la prueba; me asomé a
verlos trabajar en los socavones y canteras del recinto, chicos los tres de 20
años, cargando espuertas de mineral o cargas de dinamita, sucios, sedientos,
sudorosos, pegados sus músculos de estudiantes a los nudosos brazos de los mineros,
en la dura tensión del martillo perforador. El asunto no daba más de sí, si en
sí lo hubiéramos considerado como un rasgo o capricho de tres estudiantes
madrileños, pero allí había más, allí había un horizonte nuevo, una nueva
aptitud, un síntoma del momento, y eso tan intrascendente en apariencia como
prometedor o terrible en su profundidad: Los universitarios entendiéndose con
los mineros.
Creo que cara a
Europa no puede hablarse de originalidad, esto se ha hecho por ahí y en escala
grande, quizás no con tanta sencillez; sé que entre nosotros los encuentros se
habían dado en Campamentos y Centurias; sé, por último, también, que del
ambiente y formación recibidos en Centurias y Campamentos brotó la anécdota que
comentamos, pues “los tres mosqueteros”, como los llamaban los mineros llevaban
sobre sus solapas el célebre pato…
Primero pregunté
a los elementales hombres de la mina, pregunté e investigué: ¿cómo los han
recibido?, ¿cómo piensan de ellos?, ¿cómo los tratan?. En verdad que era
demasiado absurdo para aquellos hombres. “¿Serán aprendices de curas?”, dijeron
otros –la verdad que tal juicios honra al clero- “sin duda que tenéis alguna
obligación de venir aquí..”. La voluntariedad del rasgo era incomprensible.
Pero se impuso lo de siempre, la gran verdad y el genio del estudiante que se
gana el corazón de los hombres de la mina. Un capataz me comenta el asombro que
le causa la sumisión de aquellos muchachos, que no quieren escamotear ni cinco
minutos el trabajo y su fortaleza a fuerza del corazón, cuando llegando a estar
enfermos no dejan la tarea, y, sobre todo, su sencillez, su trato, su alegría,
su “eso” de simpatía que el estudiante lleva por la vida y lo siembra
generosamente. Los mineros se hacen sus amigos, les abren sus preocupaciones,
sus quejas, les consultan sus asuntillos (y el chico de primero de Derecho se
ve negro para responder a los pleitos del uno y del otro, el de Medicina suda
aquellas eternas angustias sobre la silicosis, el ingenierillo sabe de cuentas)
y, lo que es más alegre todavía, les cuidan: “No cojas esa piedra, que eso no es
para tus manos”, “No te pongas en esa postura, que te vas a hacer polvo los
riñones..”. Cuando, con el ingeniero, aquella mañana visité la mina, los
maestros mineros “aquel señor Matarin”, “aquel el Chato”, se ufanaban
ingenuamente, como auténticos padres de los estudiantes: “Observe usted, como
cogen ya el martillo como un autentico maestro”, y disputaban: “Fulano (el
discípulo de uno de ellos) ha hecho más progresos que Zutano (el discípulo del
otro)”.
Volví pensando.
Tres estudiantes entre semanas, sin mítines ni discursos, sin más que trabajar,
sudar y reír –cuando podían, haciendo de tripas corazón- se habían ganado a
aquellos trescientos hombres. Yo echaba cuentas y pensaba; era cuestión de
barajar número de años, número de estudiantes y número de mineros y demás
trabajadores. Después me encerré con los tres para hacerles mi interrogatorio.
Realmente la
estampa era tan verdadera como ingrata. Aquellos tres tipos eran como unas
larvas de mineros y unos residuos de estudiantes. En su tienda de campaña, que
les recordaba sus gratos Campamentos de la sierra, vividos en alegre
camaradería con otros muchachos tan distintos sus camaradas de ahora, allí
tirados al atardecer, molidos los huesos, cubiertos del polvo de la mina como
una lepra, aquellos tres críos me dieron a mí y al ingeniero que silencioso les
escuchaba, la lección de sociología más interesante y emocionante de mi vida.
“Ante todo,
padre, este trabajo embrutece, hay que estar metidos en él para llegar a
comprender el grado de materialismo que invade a estos hombres. Nunca lo
hubiéramos creído, y no lo conocen los que desde fuera piden del obrero unos
esfuerzos y actitudes espirituales incompatibles con esta cruz agotadora.
Nosotros notábamos que al pasar de los días un concepto brutal de la vida nos
invadía… Esta experiencia es tan única como dolorosa. Hay que partir de aquí,
de donde no se parte, para estudiar las medidas de redención. La cultura les
urge tanto o más que el pan, una ráfaga de espíritu que venga a animar su
situación ante la vida. No basta un maestro cualquiera y aburrido ni unas
clases sin fe a la hora en que están hechos polvo. Después, lo material:
Reconocemos que esta empresa se ha esforzado notablemente por dignificar la
vida de estos hombres, pero si no dar nada es un crimen, dar la mitad, no
contemplar la justicia, puede, a veces, ser peor. Esa comida de un solo plato
que hemos visto servirles, esas habitaciones, verdaderos tugurios condenados en
vano por la Fiscalía de la Vivienda. No queremos hacer aquí un informe porque
para esto no hemos venido, pero repetimos que la obra a medias es peligrosa.
Pero hay más; hay
sobre todo, nuestro asombro entre lo que hemos oído y leído sobre la situación
social de España y lo que ahora hemos vivido. No queremos hablar de engaño, o
de traición, sino sencillamente de esto; el pulso de una sociedad, su angustia,
su aliento no pueden trasladarse a los libros o a los puntos doctrinarios,
están en la vida y hay que captarlos así, sudándolos en confraternidad
fraterna. ¿No fue esto lo de Nazaret? ¡España!, ¡España!. Conocíamos su lírica,
su lírica histórica y revolucionaria, pero con ello nos habían tapado esto y
esta España sudada, amargada, estrujada en el esfuerzo de esta mina, en la que
hemos empezado a amar, porque real y trágicamente no nos gusta; amarga,
amarguísima la hemos encontrado en estos cerros que ocultan oro entre una
piedra tan dura.
Nos habían
hablado de los mineros como hombres del otro lado, difíciles, incompatibles con
nuestro estilo y nuestra ansia y esto es falso. Bastaron tres semanas y todavía
menos; la comprensión ha sido absoluta, la distinción era enorme en todo, pero
el corazón y la fe han hecho el abrazo. Hemos aprendido de ellos muchas cosas
que quisiéramos llevar a nuestros camaradas de Universidad; son sencillos sin doblez
ni mentira; han llegado a contarnos sus mayores quejas de la empresa sin
prudencia alguna de su parte, aman a la mujer con fidelidad primitiva; tienen
pasión por sus hijos; su visión de la vida y de la muerte es dura y paciente, y
sobre todo, a pesar de su tentación humana de pereza, trabajan más que
nosotros. Y aquí si que quisiéramos gritar en la Universidad; hemos aprendido a
valorar el dinero, lo que vale un duro, y el trabajo, ¿Cómo nos vamos a
permitir nuestros típicos paréntesis en el estudio recordando que estos hombres
no los tienen en sus ocho duras horas de jornada?. Puede parecerles absurdo,
pero trabajando aquí, en la mina, hemos aprendido a estudiar.”
Después vino el
capítulo de acusaciones y quejas concretas. El ingeniero, con una humildad
asombrosa, escribía en silencio lo que aquellos tres chicos le decían, ellos se
habían empapado de las necesidades más pequeñas de sus compañeros de trabajo
(“Han aprendido en tres semanas –me dirá el ingeniero- más que yo en siete
años”), ellos habían llegado a votar en las elecciones sindicales por los
mismos candidatos que presentaron sus camaradas…
Sé que a los
eternos prudentes de este mundo esta experiencia les parecerá tan artificial y
de teatro como les pareció a los fariseo lo del Mesías obrero. Lo sé y me
alegro, porque esto querrá decir que el camino es el mismo, que por aquí se
vuelve a abrir el horizonte del escándalo. Demos gracias a Dios.
Y como apéndice a
esta crónica, aquella petición final que los mineros hicieron a ellos: “Si nos
arreglarais lo de nuestras casas, si consiguierais decir en Madrid que vivimos
como en pocilgas… pero esto ¡a quien interesa!.
[1] Este articulo
fue escrito por José María de Llanos S.J. pero la razón de que figure, de forma
extraordinaria en esta recopilación, es que entre los tres protagonistas de
lo que aquí se relata uno de ellos es el
autor del libro. Por ello es posible que la lectura de este artículo facilite
la comprensión de las opiniones que se vierten, por el autor, en el resto de
los artículos.
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